Era domingo de nuevo, y esos días se rodean de corazones en
mi calendario. Tocaba abandonar a los niños en casa de sus abuelos, para ellos
siempre es una bendición hasta el momento en el que vamos a buscarlos, en ese
momento los cuatro se apresuran a despedirse, llegan al punto de desesperarse
entre todos.
James y yo decidimos ir a dar una vuelta por el río, a las
afueras, en un pequeño prado al que solíamos acudir cuando no éramos más que
unos novatos en esto del matrimonio. Allí las puestas de sol se cubrían de un
tono cobrizo que bañaba el verde de las plantas, para después dar paso a una
lluvia de colores hasta que el azul oscuro casi negro nos decía que aguardásemos
nuestra sorpresa. Un cielo repleto de estrellas.
El domingo quisimos sentirnos neófitos de nuevo y decidimos
emprender los mismos pasos que los jóvenes James y Jessica. Las sensaciones
eran las mismas: aire fresco, naturaleza, aromas variados… Pero nosotros ya no
éramos los mismos, no nos acordábamos que nos habíamos vuelto un desastre.
Justo en el momento de llegar al punto más lejano al que
decidimos llegar, un paso en falso rompió uno de mis tacones mientras yo
maldecía mi afán coqueta. James se reía y me regañaba. Todo a la vez. Y como si
de una fuerza divina se tratase comenzó a sentir varias picaduras. Los
mosquitos se cebaban con mi marido y en ese instante la que se reía era yo.
Cada vez teníamos más claro que nuestras vidas habían cambiado.
Mis recuerdos me decían que allí esas cosas nunca nos habían pasado, que todo
siempre había sido perfecto. Decidimos sentarnos ante el atardecer y sacar una
merienda que había preparado. Dos “sándwich a la Jessica” que en realidad no
eran más que unos sándwiches normales y corrientes pero hechos con amor.
Idénticos a aquellos que solíamos llevar cuando la economía no estaba tan de
nuestro lado.
Antes de que fuese a dar el primer bocado, mi comida cobró
vida y tras sortear mis dedos varias veces y dar un triple tirabuzón por encima
de mis brazos, calló al suelo para delicia de todas las hormigas que parecían
esperar ese momento con ahínco. James miró el suyo varias veces y con una cara
de lástima cual niño de tres años, partió su sándwich por la mitad y nos lo
comimos abrazados. La cosa no quedó ahí, justo en el momento de que él diese su
último bocado cayó una gota, esa gota exploradora, que allana el camino para
darle paso a sus compañeras.
En cuestión de minutos ambos estábamos calados hasta los
huesos. Aun así corrimos hacia el coche, nos metimos dentro y nos despojamos de
todas nuestras ropas empapadas, todo muy instintivo, ninguno de los dos nos
dimos cuenta de que estábamos semidesnudos hasta que empezamos a sentir el frío
del anochecer.
“No recuerdo que fuésemos así de chapuzas, pero sí recuerdo
como solían acabar estos momentos”.
Y me besó. Como si fuese aquel joven esposo que me hacía
sentir una dama. Yo ya no era su princesa, hacía tiempo que había conquistado
su reino y me había coronado reina.
Su lengua jugaba como lo hacía antes, sus manos frotaban mi
cuerpo y su cadera se acercaba peligrosamente a mis barreras. Rápidamente me
tumbó en el coche y empezó a restregarse contra mí muy suavemente. La lluvia
golpeaba violentamente las ventanas del coche y James se dejaba llevar por el
ritmo de las gotas.
Apartó mi ropa interior mientras yo colocaba las piernas
como podía por encima de asientos y sillas de niño. Con la manta del intento de
picnic por encima de nuestras cabezas. Pero ya disfrutando de James. No era el
James que vivía conmigo desde hacía años, era el James que llevaba conmigo solo
varios meses de casado. El lugar le estaba enterneciendo, estaba sacando de él
todo su cariño. La fuerza con la que solía poseerme había desaparecido, su
movimiento no tenía fin, entraba de muy poco a poco en mí, yo podía notarlo
todo, como su abdomen se contraía y las gotas de lluvia aún sin secar, caían
por su pelo y mojaban mis pechos desnudos. Sus caricias en ellos no tenían fin
y ponían mis pelos de punta y mi piel de gallina.
No pude evitar asomarme y ver cómo su miembro besaba suave y
firmemente el mío, cómo lo mordisqueaba y entraba en él mientras lo humedecía
cada vez un poquito más. No podía dejar de mirar, era hipnótico y me estaba
haciendo vibrar, solo el hecho de verlo, solo fijarme en como entraba una y
otra vez en mi agujero buscando resguardarse del frío que hacía afuera.
Seguía mirando y no miré si quiera a James, no quería
apartar la vista de aquello y quise ver cómo finalizaba.
No pude abrir los ojos
cuando la temperatura de mi cuerpo subió tanto que me hizo explotar, solo pude
abrirlos levemente durante varios segundos para ver cómo mis piernas había
cobrado autonomía y cómo mi tripa se había contraído por completo. James quiso solidarizarse
conmigo y rápidamente terminó su función.
Lo último que pude ver antes de caer rendida, casi
desmayada, fue como salía de mi cuerpo, goteando por mis piernas, toda la
esencia de James. Mordí mi labio inferior y de inmediato perdí la consciencia.
0 comentarios:
Publicar un comentario